La fabada

Había una vez un hombre que tenía una loca pasión por la fabada, alimento que le provocaba muchos gases. Y más de una vez le habían puesto en situaciones embarazosas debido a sus estruendosas reacciones intestinales. Un día conoció a una chica de la que se enamoró. Cuando ya era una realidad que se casarían, él se dijo a sí mismo: 

- Ella es tan dulce y tan gentil, que nunca aguantaría la peste de uno de mis pedos. 

Así que el tipo hizo un sacrificio supremo y abandonó para siempre la peligrosa fabada. 

 La pareja se casó y, algunos años después, él tuvo un pequeño percance con su coche mientras volvía del trabajo y llamó a su esposa: 

- Cariño, llegaré muy tarde. Tendré que esperar un largo rato hasta que arreglen el coche. 

 En la espera, pasó por una tienda de comida preparada y vio en la vitrina un inmenso y delicioso plato de fabada. No pudo resistir la tentación, entró y se comió tres racciones. Se pasó todo el camino a casa impregnando el asiento del coche con sus terribles pedos. Al llegar a casa creyó estar lo suficientemente seguro de que había expulsado hasta el ultimo gas intestinal. Su esposa estaba muy contenta y agitada por su llegada. Al verlo, exclamó: 

- ¡Mi amor!, esta noche te tengo una increíble sorpresa para la cena.

Ella le vendó los ojos en la entrada de la casa y lo acompañó hasta una de las sillas del comedor, donde lo sentó. Justo cuando ella le iba a quitar la venda de la cara, sonó el teléfono. Ella le dijo entonces: 

- Por favor, cariño, no te quites el vendaje de la cara hasta que vuelva de hablar por teléfono.

 Tomando en cuenta la oportunidad y sintiendo inesperadamente una repentina e inaguantable presión intestinal, el pobre hombre apoyó todo su peso sobre una de sus piernas y dejo escapar un impresionante pedo. De un nivel sonoro importante y tan oloroso que sólo lo soportaría el autor. Sacó del bolsillo un pañuelo y empezó a moverlo vigorosamente para ventilar la habitación. Todo estaba volviendo a la normalidad, pero de pronto sintió ganas de tirarse otro, por lo que volvió a apoyar el peso de su cuerpo sobre una pierna y lo dejó escapar. Comparado con el otro, este fue superior en decibelios y con una peste tan fuerte que le produjo arcadas. Desesperadamente, movió con frenesí el pañuelo para ventilar el comedor. Con un oído atento a la conversación telefónica, le vinieron ganas de tirarse uno más, y se lo tiró. La cosa se puso difícil y él ya empezaba a sudar. Por el aroma se le estaba haciendo difícil respirar. Siguió, desesperadamente y con los ojos vendados, moviendo el pañuelo una y otra vez para soltar la ventosidad aunque fuese levemente aquel espantoso olor. En un momento, oyó que su esposa colgaba el teléfono, lo que indicaba el fin de su libertad. Colocó su pañuelo en el bolsillo del pantalón, cruzó sus piernas y sus brazos y esbozó una sonrisa de oreja a oreja, intentando aparentar la mejor imagen de la inocencia. Disculpándose por haber estado tanto tiempo al teléfono, su esposa le pregunta si se había movido el vendaje y había visto algo. Él le aseguró que no había visto nada y ella, entonces, le quitó la venda de sus ojos. Y allí estaba la sorpresa: Doce invitados a cenar, sentados alrededor de la mesa dispuestos a comenzar su fiesta de cumpleaños sorpresa.

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